Retroalimentación
RODRÍGUEZ
Como aquella luna había puesto todo igual, igual que de día, ya desde el medio del
Paso, con el agua al estribo, lo vio Rodríguez hecho estatua entre los sauces de la
barranca opuesta. Sin dejar de avanzar, bajo el poncho la mano en la pistola por
cualquier evento, él le fue observando la negra cabalgadura, el respectivo poncho
más que colorado. Al pisar tierra firme e iniciar el trote, el otro, que desplegó una
sonrisa, taloneó, se puso también en movimiento... y se le apareó. Desmirriado era
el desconocido y muy, muy alto. La barba aguda, renegrida. A los costados de la
cara, retorcidos esmeradísimamente, largos mostachos le sobresalían. A
Rodríguez le chocó aquel no darse cuenta el hombre de que, con lo flaco que
estaba y lo entecado del semblante, tamaña atención a los bigotes no le sentaba.
-¿Va para aquellos lados, mozo? -le llegó con melosidad.
Con el agregado de semejante acento, no precisó más Rodríguez para retirar la
mano de la culata. Y ya sin el menor interés por saber quién era el importuno, lo
dejó, no más, formarle yunta y siguió su avance a través de la gran claridad, la vista
entre las orejas de su zaino, fija
- ¡Lo que son las cosas, parece mentira!... ¡Te vi caer al paso, mirá... y simpaticé
enseguida!
Le clavó un ojo Rodríguez, incomodado por el tuteo, al tiempo que el interlocutor
le lanzaba, también al sesgo una mirada que era un cuchillo de punta, pero que se
contrajo al hallar la del otro, y de golpe, quedó cual la del cordero.
-Por eso, por eso, por ser vos, es que me voy al grano, derecho. ¿Te gusta la mujer?
Decí Rodríguez, ¿te gusta?
Brusco escozor le hizo componer el pecho a Rodríguez, más se quedó sin
respuesta el indiscreto. Y como la desazón le removió su fastidio, Rodríguez volvió
a carraspear, esta vez con mayor dureza. Tanto que, inclinándose a un lado del
zaino, escupió.
- Alegrate, alegrate mucho, Rodríguez - seguía el ofertante mientras en el mejor de
los mundos, se atusaba sin tocarse la cara, una guía del bigote. –Te puedo poner a
tus pies a la mujer de tus deseos. ¿Te gusta el oro?... Agenciate latas, Rodríguez, y
botijos, y te los lleno toditos. ¿Te gusta el poder, que también es lindo? Al
momento, sin apearte del zaino, quedarás hecho comisario o jefe político o
coronel. General, no, Rodríguez porque esos puestos los tengo reservados. Pero de
ahí para abajo... no tenés más que elegir.
Muy fastidiado por el parloteo, seguía mudo, siempre, siempre sosteniendo la
mirada hacia adelante, Rodríguez.
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-Mirá, vos no precisás más que abrir la boca...
-¡Pucha que tiene poderes, usted!- fue a decir, Rodríguez; pero se contuvo para ver
si, a silencio, aburría al cargoso.
Este, que un momento aguardó tan siquiera una palabra, sintióse invadido como
por el estupor. Se acariciaba la barba; de reojo miró dos o tres veces al otro...
Después, su cabeza se abatió sobre el pecho, pensando con intensidad. Y pareció
que se le había tapado la boca.
Asimismo bajo la ancha blancura, ¡qué silencio, ahora, al paso de los jinetes y de
sus sombras tan nítidas! De golpe pareció que todo lo capaz de turbarlo había
fugado lejos, cada cual con su ruido. A las cuadras, la mano de Rodríguez asomó
por el costado del poncho con tabaquera y con chala, Sin abandonar el trote se
puso a liar.
Entonces, en brusca resolución el de los bigotes rozó con la espuela a su oscuro
que casi se dio contra unos espinillos. Separado un poco así, pero manteniendo la
marcha a fin de no quedarse atrás, fue que dijo:
-¿Dudás, Rodríguez? ¡Fijate en mi negro viejo!
Y siguió cabalgando en un tordillo como leche. Seguro de que, ahora sí, había
pasmado a Rodríguez y no queriendo darle tiempo a reaccionar, sacó de entre los
pliegues del poncho el largo brazo puro hueso, sin espinarse manoteó una rama de
tala y señaló, soberbio:
-¡Mirá!
La rama se hizo víbora, se debatió brillando en la noche al querer librarse de tan
flaca mano que la oprimía por el medio y, cuando con altanería el forastero la
arrojó lejos, ella se perdió a los silbidos entre los pastos.
Registrábase Rodríguez en procura de su yesquero. Al acompañante, sorprendido
del propósito, le fulguraron los ojos. Pero apeló al poco de calma que le quedaba,
se adelantó a la intención y dijo con forzada solicitud, otra vez muy montado en el
oscuro:
-¡No te molestés! ¡Servite fuego, Rodríguez!
Frotó la yema del índice con la del dedo gordo. Al punto una azulada llamita brotó
entre ellos. Corrióla entonces hacia la uña del pulgar y, así, allí paradita, la
presentó como en palmatoria.
Ya el cigarro en la boca, al fuego la acercó Rodríguez inclinando la cabeza, y aspiró.
-¿Y?... ¿Qué me decís, ahora?
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-Esas son pruebas- murmuró entre la amplia humada Rodríguez, siempre
pensando qué hacer para sacarse de encima al pegajoso.
Sobre el ánimo del jinete del oscuro la expresión fue un baldazo de agua fría.
Cuando consiguió recobrarse, pudo seguir, con creciente ahínco, la mente hecha
un volcán.
-¿Ah, sí? ¿Con que pruebas, no? ¿Y esto?
Ahora miró de lleno Rodríguez, y afirmó en las riendas al zaino, temeroso de que se
le abrieran de una cornada. Porque el importuno andaba a los corcovos en un toro
cimarrón, presentado con tanto fuego en los ojos que milagro parecía no le
estuviera ya echando humo el cuero.
-¿Y esto otro? ¡Mirá qué aletas, Rodríguez!- se prolongó, casi hecho imploración, en
la noche.
Ya no era toro lo que montaba el seductor, era bagre. Sujetándolo de los bigotes un
instante, y espoleándolo asimismo hasta hacerlo bufar, su jinete lo lanzó como luz
a dar vueltas en torno a Rodríguez. Pero Rodríguez seguía trotando. Pescado, por
grande que fuera, no tenía peligro para el zainito.
-Hablame, Rodríguez, ¿y esto?... ¡por favor, fijate bien!... ¿Eh?... ¡Fijate!
-¿Eso? Mágica, eso.
Con su jinete abrazándole la cabeza para no desplomarse del brusco sofrenazo, el
bagre quedó clavado de cola.
-¡Te vas a la puta que te parió!
Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre
un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia,
el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando
los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.