Transcripción del audio del video
Tengo una triste historia de amor, triste porque es de amor y triste porque es fatada.
Hablaremos, si ustedes me permiten, de Horacio Quiroga.
Daniel Valmaceda, que es un gran escritor, escribió un libro estupendo que se llama Romances Argentinos de Escritores Turbulentos.
Saqueando este libro, hemos encontrado algo sobre Horacio Quiroga.
Quiroga nació en la ciudad de Uruguaya de Salta en 1878.
El viejo Prudencio Quiroga se murió cuando Horacio era muy chiquito y parece que fue después de una jornada de casa.
Al viejo se le disparó la escopeta y se mató.
En 1891, la viuda Doña Pastora se casó con Ascencio Arcos, un buen padrastro para Horacio, un buen hombre, pero pronto sufrió un derrame cerebral que lo dejó semi paralizado y el hombre se suicidó disparándose una escopeta manejada con el pie.
Avancemos algunos años.
Quiroga tenía la costumbre de llevar un espejo en el bolsillo, una flor en el ojal y un pañuelo impregnado de un perfume oriental afrodisíaco.
¿Cómo me gustaría llevar un pañuelo impregnado de un perfume oriental afrodisíaco?
Se lo hacía oler a las chicas que veía por ahí.
Veía una que le gustaba, sacaba el pañuelo y se lo hacía oler, pero al parecer no tenía mucho éxito.
Tenía un grupo de amigos que se hacían llamar los mosqueteros.
En el carnaval de 1898, los mosqueteros alquilaron un carruaje y se compraron un montón de flores y se fueron al corso a tirarle flores a las muchachas.
En una de las vueltas se cruzaron con un coche en el que iban el doctor Julio Jurkowski, su compañera Carlota Ferreira, y la hija del doctor María Esther Jurkowski.
Horacio Quiroga la vio pasar a María Esther y quedó deslumbrado.
Según los amigos, Quiroga saltó del carruaje, corrió hasta el de María Esther para dejarle todas las flores que le quedaban y hacerle oler el pañuelo mágico.
María Esther se entusiasmó.
El siguiente paso fue gestionar las visitas y el doctor Jurkowski aprobó.
Siempre bajo estricta vigilancia, eso sí, de algún pariente.
Horacio y Esther podían conversar en la sala principal o caminar por el jardín.
Vamos, fueron novios.
Pero la pareja no anduvo bien.
Aunque se querían, discutían todo el tiempo.
Un día el doctor Jurkowski, cansado de ver a su hija angustiada, derogó el permiso de visitas y mandó a la chica a Buenos Aires.
Pero Quiroga tenía amigos en Buenos Aires que lo recibieron gustosos para que él pudiera seguir viendo a la chica.
Ya de vuelta en Salto, Uruguay, Quiroga empezó a publicar una revista literaria.
Su relación con María Esther se iba diluyendo porque el doctor Jurkowski no quería saber nada y lo prohibía todo.
Un día los novios planearon fugarse y se llamaban a fugarnos.
Necesitaban un cómplice y le pidieron ayuda a la criada que trabajaba en casa del doctor.
Así que una medianoche Quiroga esperó a su amada.
La chica salió en puntas de pie, amparados en la oscuridad.
Ya se estaban rajando cuando oyeron gritos y los iluminaron unas antorchas.
La criada se había arrepentido y los había delatado.
El doctor Jurkowski, su compañera y su hija abandonaron el Uruguay.
La partida de María Esther fue un golpazo para Quiroga.
La muchacha se fue con su papá a Córdoba, a Cosquín, de ahí a Apóstoles en Misiones y por fin se instalaron en la ciudad de Buenos Aires, en Palermo.
Pero por un tiempo Quiroga ni sabía dónde estaba.
Deprimido, Quiroga cerró la revista de Salto y con una guita de la herencia del padrastro conoció París.
Allí se encontró con Rubén Dario, fue a varios cabaret.
¿A qué va uno a París si no a encontrarse con Rubén Dario y a ir algunos cabaret?
También discutió de lo lindo con el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, aunque esto creo que no forma parte del programa de todos.
Cuando se quedó sin plata se volvió uruguay, pero esta vez se fue a Montevideo.
Fue a vivir un conventillo con varios amigos.
Armaron un tazer literario que llamaron Consistorio del Gran Saber por iniciativa de Federico Fernando, que era un gran poeta y un tipo muy importante de la bohemia de los novescientos.
Quiroga y Fernando se hicieron muy amigos, pero pasó algo terrible.
Fernando había recibido malas críticas del periodista Papini y le dijo a Quiroga que deseaba batirse a duelo con el tipo.
Horacio se ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en el duelo.
Mientras lo limpiaba se le escapó un tiro que mató a Federico instantáneamente.
Quiroga fue detenido, metieron en Cana.
Al comprobarse la naturaleza accidental del homicidio fue liberado tras cuatro días de reclusión.
El tazer literario quedó disuelto.
Quiroga cruzó a la Argentina.
En Buenos Aires, Lugones había sido contratado por el presidente Roca para estudiar el estado en que se encontraban las ruinas de las misiones jesuísticas.
Y Lugones se lo llevó a Quiroga.
Quiroga lo había conocido a Lugones porque se le metió a la casa.
Un día le tocó el timbre directamente.
Usted Lugones decía yo soy Quiroga.
Se hicieron amigos.
Antes era más fácil todo.
Y Lugones se lo llevó a Misiones a Quiroga como fotógrafo y allí empezó el amor de Quiroga por Misiones o por lo Selvático.
Vaya a saber.
Una noche, ya de vuelta en Buenos Aires, Quiroga soñó con María Esther Jurkowski.
Le mandó un mensaje a un amigo diciéndole la rubia me atormenta con su recuerdo eterno.
Y le pidió a otro amigo que lo ayudara a buscarla.
Al final le consiguieron la dirección.
Empezó a escribirse con ella que vivía en Buenos Aires.
Se reencontraron, pero fue una porquería.
A siete años de aquel carnaval de 1898, María Esther había perdido el encanto y la figura que Quiroga guardaba en su memoria.
Él también estaba distinto y se alejó de aquella mujer.
Gracias a los contactos de Lugones, Quiroga consiguió un puesto como profesor en la escuela normal de señoristas.
Leo la carta que le escribió a un amigo.
La tengo acá.
Tengo 36 muchachas en castellano y 36 en literatura.
Me rodean al concluir la clase.
Me aprietan a veces.
Va bien, aunque faltan desgraciadamente las ocasiones para hablar a solas.
En octubre de 1906 escribió a Quiroga.
Hay una chica en la escuela normal que se deja mirar demasiado por mí.
Lástima que no haya mejores ocasiones.
En estas ocasiones veré de propasarme.
Se refería a Ana María Cires, una rubia de ojos azules, oriunda de Banfield.
Quedó completamente enamorado cuando ella le dio la mano durante cuatro segundos.
No es para menos.
A mí me dan la mano cuatro segundos.
Tenemos que formalizar.
Le pidió casamiento.
Los padres de la novia no querían saber nada.
Al señor Pablo Cires le pareció una locura aún mayor que Quiroga pretendía llevar a Ana María a vivir a Misiones.
Allí había mandado Quiroga a construir una casita precaria y aseguraba que el mejor destino de todos estaba en aquella selva.
Los Cires instaron a Ana María a que mandara al diablo a Quiroga, pero no lo lograron.
Se casaron el 30 de diciembre de 1909.
No solo se casaron.
Partieron a San Ignacio, a la casita de las ruinas.
Allí, en medio de la selva, nació Hegley Quiroga en 1911.
Horacio Quiroga ofició de partero.
Después nació otro hijo, un capital, Darío.
Darío no ha sido un capital.
Después la familia regresó a Misiones y Quiroga fue nombrado al frente del registro civil de San Ignacio.
Cuenta Balmacera, en este libro, que las condiciones de vida allí los pusieron a todos muy nerviosos.
Sobre todo a Ana María, que extrañaba las comodidades de Buenos Aires.
Y entró en una especie de locura peligrosa.
Tanto es así que una vez, en medio de una pelea, adivinen qué hizo.
Tomó una escopeta.
Se disparó, pero el arma no estaba cargada.
Quiroga, a quién?
Le había pasado lo que ya sabemos.
Se le había muerto el padre, el padrastro y un amigo con arma de fuego.
Le arrancó la escopeta y le dio un empujón y se fue furioso.
Y a partir de ahí la violencia se instaló en aquella casita.
Y además aparecieron celos.
Los celos de Quiroga por un vecino, Palacios, que parece que había entusiasmado un poco a Ana María.
Pronto hubo otra fuerte discusión.
Ana María se tomó un frasco que tenía cloruro de mercurio y se lo tomó.
Al cabo de ocho días murió.
Tenía 25 años.
Quiroga abandonó misiones, se fue a vivir con sus dos hijitos, Eglé y Darío, a la avenida Canen, ahí en Villa Crespo.
Para los especialistas ahí fue donde escribió sus mejores cuentos, su mejor literatura.
Escribió cuentos de amor, de locura y de muerte.
Quiroga se negaba a poner una coma entre de amor y de locura porque le parecía que las comas en los títulos quedaban mal.
En 1917 el canciller del Uruguay, Baltasar Brum, lo nombró cónsul en Buenos Aires.
O mejor todavía, Quiroga combinaba su actividad consular con la escritura y el cuidado de sus hijos.
Andaba en los trenes, en los parques y en las plazas y él les contaba unos cuentos y después aprovechó esos cuentos, lo publicó y fueron los cuentos de la selva.
Por esos días Quiroga solía ir a la casa de Nora Lange, que vivía ahí en Entronador y Pampa.
En aquellas tertulias Quiroga conoció a Alfonsina Estorne.
Fueron amigos y amantes.
Entre Quiroga y Alfonsina hubo alguien, alguien que sufría porque estaba enamorado de ella.
Era el pintor Benito Quinquela Martín.
Quiroga y Quinquela se detestaban.
Alfonsina los quería a los dos, pero con el que pasaban cosas era con Quiroga.
Y una noche en 1925 Quiroga le dijo, Alfonsina, ¿por qué no dejas todo y nos vamos a vivir juntos a Misiones?
Alfonsina le pidió consejo a que no saben a quién.
A Quinquela.
Quinquela le dijo de todo acerca de Quiroga y no se fueron.
Quiroga partió con sus hijos a Misiones.
Se reencontró allí con viejos amigos, vecinos que le dieron la bienvenida.
Entre esos vecinos estaban los palacios.
¿Se acuerda aquel que miraba a Ana María Cires?
Bueno, cuando Ana María Cires murió, la madre de los palacios se presentó a dar el pésame y en aquello pésame y en aquella oportunidad había ido acompañada por su hija de 8 años, que ahora tenía 17.
Se llamaba Ana María Palacios y deslumbró a Horacio Quiroga.
Cuando la familia Palacios advirtió eso, la señorita Ana María ya se había enamorado.
Empezaron a controlarla, no la dejaban ir sola a ninguna parte.
Quiroga lo tomó como un desafío y buscó la forma de romper el bloqueo.
Le escribía cartas que dejaba enrolladas adentro de cañas y pensó en hacer un túnel que comunicara su cuarto con el de su amada.
El plan se truncó porque Ana María fue enviada en Carración, en Paraguay.
El escritor se dio por vencido.
Volvió a Buenos Aires, alquiló una casa en Vicente López y allí se instaló con sus hijos Ege y Dario.
Pero también con un venado llamado Dick, un coatí llamado Tutankamón, un bugo llamado Pitágoras y un jacaré de nombre Cleopatra.
En el barrio lo llamaban la Casa del Ogro.
Por entonces Egle tenía 15 años.
Como estudiaba en el centro, era habitual que viajara en tren a retiro.
Y fue así como tomó contacto con una vecina, María Elena Bravo, de 19 años.
Las dos cruzaban el profesorado y bajaban juntas.
Parece, no lo van a creer, que Quiroga y la amiga de la hija empezaron a mirarse.
Quiroga contaba con una ventaja.
A esta chica, María Elena, le gustaba leer y él le prestaba libros.
De repente Quiroga empezó a viajar él también en tren, coincidiendo con la hija y con la amiga.
A veces la hija no iba y él aprovechaba para viajar a solas con la chica.
Finalmente la preciosa María Elena se rindió ante el poeta.
Pero el amor encontró un obstáculo.
El papá, Norberto Bravo, que al enterarse del asunto gritó, ¿pero es más viejo que yo?
¿Y qué creía?
A fines de noviembre de 1926, Norberto Bravo mandó a su hija a Montevideo.
Quiroga envió una encomienda a su candidata, que era una resma de papel y sobres.
Se empezaron a escribir cartas.
Meses después María Elena regresó a Buenos Aires y empezaron a verse escondida.
Por fin María Elena se le plantó al padre y dijo que se casaría.
Se casaron.
En julio de 1927 y nueve meses después nació María Elena Quiroga Pitoca para la familia.
El matrimonio con María Elena no anduvo bien y adivinen para salvar el matrimonio a dónde resolvieron irse.
A Misiones.
La llevaron también a Hegley, recién casada con George Noble.
Pero los conflictos no tardaron en aparecer.
Hegley se volvió a Buenos Aires y dejó al marido y al suegro en la selva.
Porque María Elena también se sintió sola y volvió.
Y al fin se separaron.
Al aislamiento se sumó cierto malestar físico.
Un médico le dijo a Quiroga que volviera a Buenos Aires.
Volvió, fue al hospital de clínica.
Le confirmaron que tenía un cáncer de próstata.
Ese mismo día pasó por el Tortoni y allí se encontró con Baldomero Fernández Moreno que había abandonado la medicina para dedicarse a la cohesina.
Y Baldomero le dijo que tenía que operarse.
Quiroga le hizo caso pero la operación salió mal.
Hubo complicaciones.
Le dijeron que se quedara en el hospital y él se quedó.
Pero un día, 18 de febrero de 1937, Quiroga salió a caminar con su vieja Hegley.
Visitó a Julio Pairo, a quien le dijo que el mundo se le estaba poniendo un poco incómodo.
De vuelta en el hospital mantuvo una larga charla con un médico.
Volvió a salir.
Pasó por una farmacia.
Compró cianuro.
Se volvió se tomó el cianuro y murió a las pocas horas.
Tenía 58 años.
Pero, al igual que su papá, Hegley y Darío también se suicidaron.
Ella en 1938, él en 1951 y la otra hijita, Pitoca, la hija del segundo matrimonio, se tiró de un noveno piso en 1988.
Lugones, saben ustedes, también se había suicidado en 1938.
Pero la gracia de esta charla tan trágica de suicidios, esta trágica historia que hemos sacriado a Danielo Almaceda, no es la muerte, no es el suicidio.
Es otra cosa que está a la vuelta de cada letra, a la vuelta de cada página que venturosamente nos espera a todos.
El amor.