Fragmento del cuento 

Luego llegó la primavera y todo el paisaje se llenó de florecillas y pajarillos. Tan solo en el jardín del Gigante egoísta seguía siendo invierno. Los pájaros dejaron de cantar en él porque no había niños, y a los árboles se les olvidó florecer. En cierta ocasión una bella flor asomó la cabeza entre la hierba, pero cuando vio el aviso lo sintió tanto por los niños que volvió a esconderse en la tierra y se quedó dormida. Las únicas contentas eran la nieve y la escarcha.

La primavera se ha olvidado de este jardín —gritaban—, así que aquí nos quedamos a vivir todo el año.
La nieve cubría la hierba con su gran manto blanco y la escarcha plateaba todos los árboles. Luego invitaron al viento norte a quedarse con ellas, y él vino. Iba envuelto en pieles y se pasaba el día bramando por el jardín y derribando con su soplo las chimeneas.

Este es un sitio delicioso —dijo—, hay que pedirle al granizo que venga a visitarnos.
Y vino el granizo. Tres horas al día tamborileaba en el tejado del castillo hasta casi acabar con la cubierta de pizarra y luego giraba y giraba por el jardín con todas sus fuerzas. Vestía de gris y su aliento era como el hielo.

No entiendo por qué tarda tanto la primavera— dijo el Gigante egoísta, que se había sentado junto a la ventana y contemplaba el blanco jardín helado—. Espero que cambie el tiempo.
Pero la primavera nunca llegó, ni llegó el verano. El otoño dejó frutas doradas en todos los huertos, pero no así en el jardín del Gigante.