La rana que quiso ser buey
Había una vez una rana que no se gustaba nada de nada. Todos los días del año se acercaba al estanque más cercano para ver su reflejo en las aguas y se deprimía contando todos sus defectos ¡Qué fea y vulgar se sentía!
Detestaba su gigantesca boca de buzón que, por si fuera poco, emitía sonidos carrasposos que nada tenían que ver con los dulces trinos de los pajaritos. También pensaba que el color verde lechuga de su cuerpo era feísimo, y estaba obsesionada con las manchas oscuras que cubrían su piel porque, según ella, parecían verrugas. Pero sin duda lo que más le repateaba era su tamaño porque el hecho de ser tan pequeña le hacía sentirse inferior a la mayoría de los animales.
Cada mañana, después de contemplarse en el estanque, regresaba a su casa lamentándose de su mala suerte. La ruta de vuelta era siempre la misma: sorteaba unas cuantas piedras, recorría el camino de setas rojas con lunares blancos, y atravesaba la pradera donde vivía un viejo buey. En cuanto lo veía, la rana no podía evitar hacer un alto en el camino y quedarse pasmada mirando su imponente figura.
– ¡Ay, qué suerte tiene ese buey! ¡Me encantaría ser grande, tan grande como él!
Harta de sentirse insignificante, una tarde de primavera reunió a su pandilla de amigas ranas y mandó que se sentaran todas a su alrededor.
– Escuchadme, chicas: ¡Se acabó esto de ser pequeña! Voy a intentar agrandarme lo más que pueda y quiero que me digáis si lo consigo ¡No me quitéis ojo! ¿De acuerdo?
Las amigas se miraron sobrecogidas y empezaron a negar con la cabeza para que no lo hiciera, pero no sirvió de nada pues nuestra protagonista estaba completamente decidida.
Sin esperar ni un minuto más, se concentró, cerró los ojos, y aspiró por la boca todo el aire que pudo. Poniendo boquita de piñón para no desinflarse, preguntó a las otras ranas.
– ¿Ya? ¿Ya soy tan grande como el buey?
Una de ellas contestó:
– ¡Para nada! Te has hinchado un poco pero ni de lejos eres tan enorme.
La rana seguía encabezonada y se estiró como una gimnasta rítmica para tratar de retener una cantidad de aire mayor. Su pequeño y resbaladizo cuerpo se hinchó por lo menos el doble y adquirió forma redondeada ¡Parecía más pelota que batracio!
– ¿Y ahora? ¿Lo he conseguido, chicas?
¡Las ranas del corrillo se miraron atónitas! Pensaban con franqueza que su amiga estaba loca de remate, pero ante todo debían respetar su decisión y ser sinceras con ella. La más pequeña le dijo:
– ¡Qué va! Has crecido bastante pero el buey sigue siendo infinitamente más grande que tú.
La rana no estaba dispuesta a rendirse tan pronto. Dejó la mente en blanco y respiró muy, muy profundamente. Entró tanto aire en su tripa que se oyó un ¡PUM! y la pobre reventó como un globo al que pinchan con un alfiler.
– ¡Ay, ay, qué dolor! ¡Socorro! ¡Ayudadme!
Las amigas corrieron a su lado ¡Se asustaron mucho cuando la vieron tendida boca arriba en el suelo y con un agujero en la barriga!
– Esto duele mucho ¡Haced algo o me desangraré!
Por suerte, una de las ranas era doctora y conocía bien los recursos que ofrecía la madre naturaleza. Buscó a su alrededor y encontró una tela de araña sin dueña para usarla como hilo de coser, y con ayuda de unos palitos, la operó de urgencia. Gracias a su habilidad como cirujana, consiguió salvarle la vida.
La rana herida se recuperó en unas semanas y desde entonces cambió completamente de actitud. Jamás volvió a sentirse mal consigo misma y se dio cuenta de que ser una pequeña rana tenía sus ventajas: podía nadar en el estanque, dar brincos espectaculares, jugar al escondite tras las hojas de nenúfar, y otras muchas cosas que el buey jamás podría hacer ni en sus mejores sueños.
Moraleja:
Nunca debes pretender ser aquello que no eres. Cada ser es único e irrepetible y con muchas virtudes. Solo debes empezar a valorar más tus habilidades, como lo hizo la ranita doctora, en vez de pretender ser aquello que nunca podrás ser y que, tal vez, te hagas daño en el intento.
- Adaptación de la fábula de Esopo